24 de julio de 2008

Desde el trabajo de mi papà

Por: Hikari Hotaru


Justo en estos momentos, estoy en la oficina donde mi padre trabaja. Ando algo aburrida y acabo de tener varios encuentros visuales con al menos 4 (léase CUATRO) chicos agradables a la vista (entiéndase GUAPÍSIMOS). Ademàs, vi a otro muchacho que, justo cuando iba entrando a la cafetería para comprar mi respectiva golosina del día, me miro tan fijamente que de mi boca salió la sonrisa más veloz y forzada del mundo.

Pero, lo interesante no es lo que escucho cerca de donde me encuentro, sino, la parte "oculta" de este edificio.

Veràn (si notan acentos alrevés, es porque no me acostumbro a este teclado), aquì tienen algo muy conveniente para los trabajadores en cuanto a salud se refiere: cuentan con un centro social y recreativo; es decir, un espacio con un gimnasio (con bicicletas chafas ajà!!), una alberca --perfecta--, un salòn para aerobics, cancha de básquetbol y voleibol, regaderas, baños de vapor, salón de actividades creativas y cancha al aire libre.

Pues este sitio està abierto --obviamente-- tambièn para los beneficiarios del trabajador: hijos, cónyuge, amante, hermanos, etcétera. Está bien padre: tienen entrenador de pesas, aerobics, nataciòn, acondicionamiento físico y toda la cosa...

En esta temporada vacacional, entenderán que, como fieles burócratas y/o resignados servidores del gobierno (sic), no tienen un periodo largo de descanso como el de sus crías; por lo tanto, la institución les da chance de traer a sus criaturas del mal...

Ahora bien, como cualquier escuicle latoso, cada uno de esos niños visitantes estaría enloqueciendo a más de la mitad del edificio y ni se diga de su progenitor; la institución (por mi propio bien no digo cual [*~* sic]) utiliza este espacio recreativo para encerrar a los pequeñines y los no tanto, con actividades más que comunes para mantenerlos ocupados: unos nadan, otros ven películas y unos más se aprenden una coreografía.

Sobre esto último, me encontré, al ir por mi credencial para ser usuraria autorizada en el centro --deportivo ps--, con un grupo de niñas entre 11 y 12 años que bailaban --feamente-- al ritmo de "Colegiala" remasterizada --Caló (o como se escriba) y Margarita (la diosa de la cumbia).

Sería bien interesante que les describiera toda la oficina y el club aquél: lo haré cuando termine de encontrar esos detalles visibles, pero ignorados, digo, pa' hacerlo más interesante. Por lo pronto, nótese nada más la oportunidad de llevar a un hijo al trabajo y dejarlo en manos de otro (midios!! ¡¡por qué no hay más lugares donde meter así a los engendros!!).

22 de julio de 2008

Dalí en el mundo capitalista

Por: Hikari Hotaru


Buscando imágenes de Dalí en Google, vi la famosa pintura de los relojes: "La persistencia de la memoria" (o "Los relojes blandos"), y, como la quería, le di click y me encontré con una página que muestra la siguiente imagen:




Aunque sin mucha originalidad (a pesar de poder medirse por la inovación de la obra --ofensiva, quizá, para algunos amantes del arte y fieles seguidores de Dalí--), lo interesante de esta imagen, y a lo que me remite inmediatamente, es a una sociedad donde elementos como éstos (los iPods, en este caso) son difíciles de no imaginar y separarse de nuestra vida actual.

Margarito

Por: Hikari Hotaru


En uno de mis acostumbrados viajes por el metro, fui partícipe de la mirada atónita de los pasajeros y las sonrisas en sus bocas cuando, en medio del vagón, caminaba aquel hombre pequeño con una tejana, traje guinda y botas de bebé, que alguna vez (bueno, muchas) salió con Omar Chaparro: sí, Margarito.

Tomó asiento y le dijo a una doña, con esa voz de niño aguardientosa, "ahí siéntate". Las personas lo miraban (y como notarán, yo veía a la gente) sin parar, deteniéndose en cada una de sus partes, como si estuvieran examinándolo y quisieran encontrar algo extraordinario.

Margarito no se veía interesado, estornudaba y tosía; el asombro para la mayoría de los mirones no duró mucho; aquellos que no terminaban de sorprenderse, lo observaban como si pensaran "¿por qué está aquí?". Un chico buscaba incesante su mirada oculta por su sombrero, como para hallar un "no-sé-qué". En San Lázaro se bajó y alcancé a notar sus uñas de bruja sucias --verdadero asco (el sólo imaginarlo provoca esta reacción: "Luuu [o sea, yo], ¡qué asco! [es decir, ¡por qué chingados comentas esas porquerías!]").

Así fue mi encuentro casual, aunque mi ausente curiosidad no me permitió ver si ofreció las "fotos de a diez" (jaja, información de un amigo que siempre se lo encuentra en esa estación).

19 de julio de 2008

Donde el espectáculo empieza y la monotonía se pierde

Por: Hikari Hotaru


Es el medio día en la ciudad de México, el Palacio de Bellas Artes no se imagina siquiera lo que pasa en las calles aledañas que parecen monótonas, él sólo mira a la avenida Juárez que conecta con la calle Francisco I. Madero, con la Torre Latinoamericana en su esquina. Se dibujan líneas imaginarias del movimiento constante de las personas cruzando la calle, chocando entre ellas; el ruido de los autos se pierde cuando, en el semáforo, el domingo de bicicletas no se hace esperar.

La calle Francisco I. Madero está como cualquier día de la semana, excepto por los ciclitas, único medio de transporte transitando ahí, por lo menos hasta las tres de la tarde. La música salsa del Sanborn’s es cubierta por la melodía del organillero que, a su vez, es ignorada cuando se oye “¿qué serie de televisión quiere? Tenemos Doctor House, Esposas desesperadas, ‘esmolvil’”, justo en contraesquina de la calle Filomeno Mata.

Así, con estatuas humanas en Filomeno Mata, tiendas de la categoría de Atléticos deportes y Aldo Cont en frente, y rodeada de un puesto “pirata”, de la tienda de trajes High life y Gante café, se encuentra la esquina de la calle Gante, la cual da la bienvenida a los transeúntes con una estatua humana color plata vestida con un taparrabo al estilo azteca.

Tres hombres rubios, de tez blanca y altos se detienen para tomar fotografías a este lugar peculiar, entre un puesto de series clonadas, tiendas de “la high” y un hombre ganándose la vida con el esfuerzo de permanecer quieto, tal como una estatua. La escena siguiente es como mirar una caricatura cómica, donde el personaje principal es arrollado por alguna multitud salida de la nada: el hombre de características estadounidenses cruza la calle para llegar a Filomeno Mata, pero justo a la mitad, la afluencia de bicicletas pasa y él queda justo entre ellas.

Como la anterior, las personas juntan sus anécdotas antes de que el espectáculo en Gante comience y rompa toda la monotonía de alrededor. Un mimo frente a High life, prepara su perchero y sus instrumentos de trabajo, mientras la atención de cinco personas es para la figura humana bañada en pintura plateada. En medio de su show lanza un beso a una joven de piel apiñonada, quien sonríe y comenta el suceso con su amiga.

La gente comienza a reunirse cuando esta estatua humana camina hacia el mimo para tomar tres pelotas con las cuales empieza sus malabares. La gente a su alrededor sonríe a pesar del intenso calor y los penetrantes rayos del sol; ríe cuando el hombre de los malabares deja caer una de las bolas, pide a una muchacha que la levante para después coquetear con ella, le besa la mano y simula un teléfono, lo cual indica que le llame.

La estatua viviente se detiene y se escucha un “se acabó el show” en voz de una joven, quienes así lo piensan se retiran del lugar sin imaginar lo que viene después: el inicio del espectáculo. El mimo coloca su perchero, con un sombrero y una gabardina azul en él, a un lado del hombre plateado. Este último hace movimientos que indican fortaleza, algunos recuerdan a Hulk, el hombre verde; se coloca su casco con la forma de una cabeza de tigre y el mimo lo imita, pero sus gestos indican que para él es muy cansado realizar lo mismo que el chico de plata.

De fondo suena la canción “Y te duele” del grupo Intocable, y al ritmo de ésta el mimo hace su parte: limpia la ropa del perchero y un guante cae al piso; el hombre del rostro pintado de blanco y cejas negras se pregunta de quién será, mira a la estatua humana y al público tratando de obtener una respuesta… ¡nada! Sin embargo, no cuenta con que se ha salvado, pues una niña, que aprovecha el domingo de bicicletas para ver el espectáculo, le dice dónde va el guante: “¡en la mano!”.

Lo siguiente mantendrá a los espectadores atentos y con grandes sonrisas en la boca: el mimo se pone el guante, introduce su brazo en una de las mangas de la gabardina azul, en el perchero, y ésta adquiere otra personalidad. La escena es la misma que se ve cuando una mujer se siente apenada por el abrazo de su hombre, así el mimo: el brazo en la gabardina lo comienza a abrazarlo por la cintura, él lo quita. Cuatro veces intenta hacer lo mismo, hasta pensar en tomar la decisión por medio de un “piedra, papel o tijeras”: primera vez, empate; segunda, el mimo saca papel y la mano “tentona”, tijeras.

Las personas ríen ante tal hecho y al mimo no le queda más que aguantarse: “flojito y cooperando”. Ante las caricias de la mano en el brazo del mimo, éste termina cediendo; bailan mientras el chico de plata imita a un organillero, y, al final, con el sombrero del mimo, el rostro imaginario y el del hombre con la cara pintada de blanco se cubren para “besarse”.

Seguido a este acto, la mano del guante en la gabardina arroja una mascada verde; el mimo, como buen caballero, la recoge y saca otra de color rojo para hacerle una flor a la “mujer” que lo ha cautivado, pero su sorpresa no es agradable: su amor se ha convertido en una gabardina y un sombrero colgados en un perchero. El fin llega y, con él, los aplausos.

El mimo con su sombrero y la estatua humana con su casco de tigre pasan con la gente para pedir dinero por su acto; las personas les sonríen mientras se oye el golpe entre las monedas que caen para cada uno de los artistas urbanos de la calle Gante.
Las personas se dispersan y siguen su camino después de haberse dado el tiempo para salir de la rutina diaria en el centro de la ciudad. El mimo y la estatua platican sobre sus posiciones para iniciar nuevamente su espectáculo. Por otro lado, una joven pregunta “¿no sé desesperarán? ¡Échenle una moneda, no sean codos!”.

Con las tres pelotas comienzan sus malabares y atraen a la gente; las personas que se acerquen ahora no seguirán su día con la misma imagen de una ciudad caótica, sus bocas dibujarán sonrisas y sus ojos brillarán ante los ademanes y gestos de la estatua viviente y del mimo, quienes, con un beso o un gracias les hacen ver a las personas que han notado su existencia.

Los niños también cambia el rumbo de su día cuando se espantan al ver que la estatua se mueve o que el mimo les sonríe; otros, reirán ante tales acciones, y unos más se quedarán inmóviles ante algo nuevo para ellos.

Con los organilleros que se reúnen en la esquina de Gante y Francisco I. Madero, el espectáculo del mimo y su amor imaginario danza al compás de “Cielito lindo”; más risas, besos y chiflidos se convierten en propinas o en fotografías, que serán el recuerdo de los más curiosos y del mimo, quien también toma al público con su celular, al terminar el performance.

Más adentro

Ha pasado sólo una hora y dentro de la calle las personas se dirigen a alguno de los establecimientos ahí: Starbucks, Helados Santa Clara, Global Book, Alcibar, tienda que ya felicita a los padres por su día. La Iglesia Metodista de México 1980 abre sus puertas para que sus fieles salgan y se acomoden en una jardinera con árboles frondosos que hacen sombra.

Un mimo menos afortunado se ubica al final de este peculiar lugar, casi esquina con 16 de septiembre, esperando que la gente se acerque y le regale una moneda para realizarles un espectáculo personalizado y pegarles en la frente una estrella, de aquellas que usan las profesoras de primaria cuando un niño se porta bien, como agradecimiento.

Los ciclistas cruzan sin problema y se estacionan en alguno de los establecimientos de la calle. Un organillero le pregunta a un transeúnte: “¿a qué hora es el fútbol, jefe?”, a lo que el otro contesta: “A las cinco”. El mismo organillero simula darle una moneda al mimo solo, y éste le devuelve su “cambio”.

La soledad de la calle 16 de septiembre y el movimiento de la Francisco I. Madero se pierden cuando a mitad de la calle Gante un par de chicos con cabellos largos y rastas tocan, con un saxofón y una guitarra acústica, música jazz, la cual acompaña a los caminantes cuando cruzan y a quienes toman un café.

Un niño, de alrededor de dos años, permanece frente a los músicos, quienes al verlo le sonríen e interpretan para él. El pequeño mantiene sus ojos fijos y se acerca a darles una moneda, pero pareciera que quisiera tomar alguna otra de la morralla de estos artistas.

El calor se olvida con el aire que se produce por las ramas de los árboles, el sol desaparece en las sombras y el estrés es fulminado con la música de los artistas urbanos. La calle rompe la monotonía del lugar al abrir sus puertas a las personas capaces de permanecer horas de pie frente a una muchedumbre de curiosos que, quizá, no les dé ni un centavo.

Lo anterior lo compensan cuando alguien se acerca a dejarles una moneda y le toman la mano para darle las gracias. Sus botes, sombreros o cajas se llenan de monedas de 50 centavos, un peso o cinco, un billete de 20 que se asoma entre la morralla de pesos. Más tarde se encontrará una estatua humana más: un hombre vestido de blanco al estilo árabe parado con un fondo musical creado por una gaita, que al finalizar la calle se desvanecerá con la calma y monotonía de la 16 de septiembre o con el ruido y la costumbre de la Francisco I. Madero y sus calles aledañas.

10 de julio de 2008

Tal vez, el desconocido era él

Por: Hikari Hotar


Rememorando etapas pasadas de mi vida, me vino a la mente aquel tiempo cuando recibía mensajes de un desconocido del cual yo era conocida *~*; al principio, creí que el tipo se había equivocado de número, pero no fue así: él sabía perfectamente con quien se comunicaba. En un rayo de brillantez, recordé que, hace quizá ya dos años, conocí a un chico en el metro:

Yo iba felizmente con una amiga (la verdad no me acuerdo de quién), regreso a casa; en el trayecto, un muchacho en el asiento "reservado" platicaba con su amigo.

Mi amiga se bajó donde debía, y yo debía seguir mi largo trayecto. Mi vista, naturalmente, se movió hacia el chico platicador, sin intención alguna y, de hecho, sin mirarlo literalmente. Él lo notó, y le dijo a su amigo: "no le dan risa nuestros chistes malos"; su amigo hizo un gesto como "dándole el avionazo" y se bajó.

El tipo comenzó a platicarme, a comentarme que él y su cuate siempre iban contándose malos chistes y me los dijo, seguidos de un "¿verdad que son malos?"; qué le iba a decir, si ni me reí... Así llegamos a la estación donde, casualmente, bajamos los dos, por lo cual, formalmente preguntó: "¿cómo te llamas?"; yo pensé, muy en mis adentros, "este tipo qué", mas seguí caminando con él mientras hablábamos.

Después de contarme dónde trabajaba, sus gustos, disgustos y aspiraciones; de hacerme leer y que me equivocara, y de jugar con mi mente diciéndome su edad entre palabras, llegó el momento; es decir, a qué viene esta historia con lo que mencioné al principio (los mensajes del desconocido):

Sabía perfectamente que nadie de mi pinchurrienta colonia (o sus alrededores) le interesaba saber sobre mí y mucho menos obtener mi número del celular; así que, mi cabeza se iluminó y me acordé de este tipo, a quien, al final del recorrido parlachín, le di mi teléfono (después no me lo creía y quería aventarme de mi cama por haberlo hecho); sin embargo, le puse una condición, le dije: "cuando te acuerdes de mi nombre (porque lo olvidó tres segundos después de decírselo), entonces, me llamas".

Así fue, quizá es él aquel desconocido del que no sabré más (mi antiguo celular se fue de mí para siempre), aquel chico que me habló y me entretuvo durante el largo y pesado trayecto, ese muchacho que con las guerreras mágicas se acordaba de mi nombre (aunque lo olvidará al segundo); él, quien se despidió con un beso y guardo (junto con su basura ¬¬) mi número telefónico, para encontrarlo tiempo después y hacerme tener delirio de persecución y sentirme vigilada. Quizá fue él, sin atreverse a decirme que era él...Tal vez, sólo tal vez...

5 de julio de 2008

Llegaron las vacaciones: lleva a tu hijo al trabajo

Por: Hikari Hotaru


Cuando era pequeña, mi padre solía llevarme a su trabajo en aquellos días sin escuela. Recuerdo que en esa oficina se veían chicuelos de varias edades; todos íbamos muy "formales": los niños con un pantalón perfectamente planchado y peinados con limón como fijador, y las niñas de vestido y con el cabello sujeto, trenzado o similar. Todos sonreíamos a todos, saludábamos de beso a los coworkers por el simple hecho de que ellos nos conocían, aun si nosotros no los recordábamos.

Hoy los niños han terminado su ciclo escolar y este escenario (de nuestros ayeres), típico quizá, se repetirá, pues lo buscado por los padres es no tenerlos en casa --¡por favor!--. Así deciden que, si no hay otra opción, es mejor llevarlos a sus trabajos, donde aquellos --especialmente mujeres-- sin hijos, verán en ellos una oportunidad de probarse a sí mismos como "padres".

Así, en una oficina no harán más que correr de aquí para allá teniendo al borde del grito a la madre, o chillando por el hambre sin poder esperar a la hora de la comida. Quizá les prestarán una computadora (niños nacidos en esta sociedad tecnológica) o jugarán entre ellos; algunos más platicarán con los empleados que no hacen lo que deben; unos se sentarán frente a su padre/madre con un gesto de desesperación y un "yo no quería venir". Y si no es en una oficina, el niño(a) se sentirá muy orgulloso de imitar lo hecho por su tutor, y se divertirá dando lo mejor de sí para igualar la "calidad" del trabajo.

¿Y los del metro?

Ellos también llevan a sus hijos a su trabajo, pero la cosa es distinta a la vida seudo-burguesa de los escuincles con padres burócratas o con altos mandos. Esos niños toman del brazo a su padre/madre y corren de un vagón a otro; se recargan en los tubos, sudados a causa de las manos que los han tocado, mientras sostienen el disco compacto o la bolsa con dulces; cuando su tutor prepara las bocinas y coloca el disco en el reproductor, miran a las personas, y ellas a ellos; se mantienen a una distancia que les permita moverse junto a su progenitor y sin tocar al resto de la muchedumbre.

Estos pequeños no les sonríen a los coworkers tanto como el niño en la oficina; ellos no juegan con un ordenador, tampoco con los hijos de los demás; no lloran por el hambre ni corren como bólidos dentro del área de trabajo; no se despegan de su padre/madre. Al contrario, ellos colaboran: reciben el dinero, entregan los CDs y, además, lucen como si cuidaran a sus padres.

Los más afortunados murmurarán y bailarán las cumbias del "disco de colección formato mp3 que le contiene 200 temas" o le hablarán al oído a su madre; los menos, se conformarán con simplemente caminar detrás de quien les dio la vida.