Por: Hikari Hotaru
El reloj marcaba las 7:00 pm; afuera del lugar se encontraban cuatro camiones Diana tapando el gran letrero del salón, quizá pertenecían a las agrupaciones que se presentarían o a las personas que, desde otros estados, llegaron para ver a la banda estelar de la noche.
Caminando por la banqueta claramente se podía ver la pequeña entrada del famoso California Dancing Club en letras rojas. El pasillo es apto para que pasen al menos seis personas de complexión promedio; en las paredes tiene fotografías de los personajes que visitaron el salón tiempo atrás. La taquilla visualmente confusa, muestra tres ventanillas: $100 hombres, $100 mujeres, y la última abierta.
“Uno, por favor”, se alcanza a distinguir una columna de boletos verdes, uno de ellos sale por el pequeño espacio que es el único lugar que permite el contacto entre el vendedor y quien compra. “Gracias”.
Una señora de rostro arrugado, gabardina negra, cabello a la altura de los hombros y chino, y con los labios pintados de rojo, clava profunda, fija y largamente sus grandes ojos en los asistentes que van llegando al salón. Enseguida de ella, se ubica el señor que revisa los bolsos y, frente a él, quien recibe los boletos.
Entre el gran salón y la persona quien entrará, se encuentra una cortina que divide los dos mundos: el de la tranquilidad de un domingo por la noche y el del baile. Una vez dentro se visualiza una enorme pista rodeada de pilares donde hombres y mujeres se encuentran recargados esperando por alguien para “sacar polvo” con el ritmo; frente a la entrada el color naranja combinado con el negro deja ver la leyenda: “El palacio del baile en México”, de fondo, “California”.
Una salsa se escucha, nueve parejas están bailando, otros más esperan a “alguien”. Grupos de hombres caminan por los alrededores como cazando presas; mujeres con minifaldas y tacones altos se recargan en los pilares como si aquello fuera parte de un prostíbulo.
Alrededor de las 8 de la noche el salón comienza a llenarse y tres chicas muy coloridas se ubican frente al escenario con una manta que dice: “Rigo no a muerto, 100% amor”; bailando y gritando, esperan con ansias a Rigo y su… ”¿qué?, ¿costra?”, ¡no!, Rigo y su costa tropical.
La pista comenzó a llenarse, uno o dos hombres se encontraban a mitad de ella mirando a todos lados para hallar a la próxima víctima de sus pasos de baile. El imitador de Rigo, daba brincos y les cantaba a sus tres admiradoras, quienes, al ritmo de la música, improvisaban coreografías disparejas y lanzaban gritos tan fuertes, que nada más podía escucharse en todo el salón.
Un grupo de chicas rechazaba a cada hombre que se les acercaba, no se despegaron durante toda la noche; tomadas de la mano, abrazándose y bailando entre ellas mantenían a los “bailarines estrellas” lejos de su “espacio vital”, pero con sus miradas fijas y sonrisas perversas ante los movimientos que rozaban el “encanto lésbico”.
Con el “uno, dos, uno, dos”, la gente se movía al ritmo de “Tuvimos un sirenito, justo al año de casados…”, los gritos de aquel grupo de chicas “no nos vamos a soltar” comenzaron a escucharse y a hacerse notar por parte del presentador, teniendo como resultado “un nuevo club de fans de Rigo, ¡que se oiga el grito de las chicas guapas de acá!”, quienes por mayoría ganaban en el “concurso” de la voz más escandalosa.
De pronto, el sonido desapareció, “una pequeña falla técnica” que mantuvo a los bailarines mirando hacia el escenario, abrazados de sus parejas y con la mirada fija en “Rigo”, tal vez, o en la nada. Al menos dos minutos pasaron para que el ambiente volviera a tomar el ritmo anterior al suceso.
“¡Oh, qué gusto de volverte a ver!” fue la canción dedicada al recién creado club de fans, junto con algunos saludos y la petición de escuchar más gritos:
—¡Un grito de las chicas vírgenes!
—¡Óyeme!... ¡¡Qué le pasa al incoherente éste!!
"Rigo" se despidió para dar paso a más música y a la llegada de personas con sombreros de color rosa, beige y negro, de pantalones de mezclilla, camisas tejanas y botas; el olor a cigarrillo y las cervezas no se hacían esperar; los hombres seguían mirando la pista de baile como si de pronto fuera a aparecer la “pareja ideal”.
Algunos arrítmicos se dejaban notar con pasos desfasados al ritmo de la música y con sudaderas rojas, golpeaban las cabezas de las señoras que amablemente aceptaban bailar con ellos. Otros, lucían sus mejores movimientos dejando a la chica desconcertada y sin saber qué seguía después.
Pero quien no perdió el tiempo fue un joven de sombrero tejano que bailaba con una señora de unos 50 años, vestida de negro, con una falda floreada y tacones de 9 centímetros. Ella muy elegante, como si en su juventud hubiera asistido a este salón cada que había un baile; él, siguiendo el ritmo y deleitándose con los pasos de la señora, bajaba su mano sin ningún reproche por parte de la otra.
Ahora sonaba la banda “PKdo”, los vestidos rojo y azul hacían referencia a su “elegancia” con las vueltas de las chicas que dejaban ver sus fondos negros y los tirantes transparentes que apretaban la carne de sus hombros y espalda. La gente sedienta se acercaba al pequeñísimo bar para pedir un vaso de refresco de ¡cinco pesos!, que apenas calmaba a la garganta seca; las personas cansadas preferían sentarse alrededor de la pista y en los pilares que ir a una mesa, pues estar ahí también costaba.
A las 10 de la noche la gente se dirigía al guardarropa para pedir sus abrigos y retirarse, mientras en el escenario, el presentador anunciaba el regreso de “¡Rigo y su costa tropical!”.
Los músicos estaban listo, la gente en la pista preparada para “sacudir el bote” y… ¿Rigo? Los gritos y chiflidos lo llamaban, “¡déjenlo está caga…!”.
“Mi matamoros querido” seguía esperando por su intérprete que no aparecía, las personas desconcertadas se mantenían chiflando, mientras otro no perdían el tiempo y buscaban pareja o a un nuevo “ligue”. Rigo llegó con su salto de gimnasta y con una nueva vestimenta que paso de ser blanca a negra.
El “refrito” de las canciones tomó lugar, pero los pasos de baile dieron testimonio de que la gente ni lo notó. Por cada chico o chica con sombrero en espera de Los primos de Guasabí, dos parejas daban fin a su noche de baile y a su inicio de semana.
2 comentarios:
100 pesos esta muy caro, no? Haha...
Y yo soy cuarto frances, ahi si te interesa.
xDDDDDD
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