Por: Hikari Hotaru
Hay ocasiones en que uno es capaz de destruir su propia vida, de demacrar el rostro hasta dejarse engañar para no aceptar cada paso dado. Olvidamos pequeños detalles y perdemos la inocencia; dejamos de ser niños, de sonreir, de ser puros y de pensar en la bondad que aún existe en el mundo; nos volvemos agresivos, intolerantes, impacientes, incrédulos. Creemos en la infelicidad, en la tortura; hacemos a un lado nuestros sueños y los buenos momentos; dejamos de saborear lo que escuchamos, de escuchar lo que sentimos, de sentir lo que olemos, de oler lo que vemos, de ver lo que saboreamos.
Cuando conocemos a una persona que es tan fuerte para luchar contra sí misma y contra la vida para aprender a VIVIR, la perspectiva de nuestro mundo cambia y somos capaces de mover nuestra existencia a nuestro antojo. Alejandro Aura fue una de esas personas, aun con su enfermedad día con día dejó al sol brillar para él.
Si he de ser sincera, debo decir que no tenía conocimiento alguno sobre él, pero al escuchar la noticia de su muerte el pasado miércoles (30 de julio), comentarios y uno de sus poemas, no pude evitar la sensación de vacío. Él tocó el alma quienes lo conocieron, en persona o no, con sus palabras y su blog; hoy, toca la mía.
Mi finalidad no es sensibilizarlos ante el deceso de una persona, ni de hacerlos parte de este acontecimiento; pero si esto los impulsa un poquito a disfrutar de sus vidas, a abrir las puertas de su imaginación, de sus deseos, y a esa gente que aparece para estar de una manera directa o no con nosotros, entonces, podemos conquistar y ser conquistados por nuestra existencia y crear un mundo propio.
De Alejandro Aura, su poema DESPEDIDA:
Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta,
pedir los abrigos y marcharnos,
aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo
y en las que cada uno pusimos nuestra identidad;
se quedarán los demás, que cada vez son otros
y entre los cuales habrá de construirse lo que sigue,
también el hueco de nuestra imaginación se queda
para que entre todos se encarguen de llenarlo,
y nos vamos a nada limpiamente como las plantas,
como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo
y luego, sin rencor, deja de estarlo.
¿Se imaginan el esplendor del cielo de los tigres,
allí donde gacelas saltan con las grupas carnosas
esperando la zarpa que cae una vez y otra y otra,
eternamente? Así es el cielo al que aspiro. Un cielo
con mis fauces y mis garras. O el cielo de las garzas
en el que el tiempo se mueve tan despacio
que el agua tiene tiempo de bañarse y retozar en el agua.
O el cielo carnal de las begonias en el que nunca se apagan
las luces iridiscentes por secretear con sus mejillas
de arrebolados maquillajes. El cielo cruel de los pastos,
esperanzador y eterno como la existencia de los dioses.
O el cielo multifacético del vino que está siempre soñando
que gargantas de núbiles doncellas se atragantan y se ríen.
Lo que queda no hubo manera de enmendarlo
por más matemáticas que le fuimos echando sin reposo,
ya estaba medio mal desde el principio de las eras
y nadie ha tenido la holgura necesaria para sentarse
a deshacer el apasionante intríngulis de la creación,
de modo que se queda como estaba, con sus millones,
billones, trillones de galaxias incomprensibles a la mano,
esperando a que alguien tenga tiempo para ver los planos
y completo el panorama lo descifre y se pueda resolver.
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.
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