17 de octubre de 2013

El arte de llevar audífonos y no estar escuchando

Siempre he sido de las personas que piensan en tener una vida longeva. No sé exactamente qué quiero hacer cuando sea una anciana, pero estoy segura de que quiero llegar a vieja y seguir en este mundo a pesar de las tragedias (en todos los sentidos) que puedan ocurrir.

Creo que ésa es una de las razones por las que mi vida siempre está llena de planes: algunos que se quedan en meras ideas, otros que luchan por llegar a concluirse y otros tantos que se van transformando.

Entre esos planes, por supuesto, está el evitar la rápida degeneración de mi cuerpo. Sé que mi fuerza física y las capacidades de las que con gusto me puedo jactar ahora poco a poco irán en declive, pero, como dicen los editores y periodistas de estilo de vida y salud, quienes se han encargado incesantemente de hacernos creer que podemos mantenernos estables, creo que ya hay muchas maneras de seguir en forma tanto por fuera como por adentro.

Cuando uno es muy joven (y por joven me refiero a niño, adolescente y en la veintena) poco pensamos en que cuidarnos es indispensable si, como yo, queremos tener una existencia -material- larga. Y, si agregamos las facilidades de la vida actual para mantenernos sedentarios, pues los resultados se visualizan catastróficos.

Por fortuna, y quizá porque hay situaciones que te obligan a ser consciente de tu propio cuerpo, he decidido que es el momento ideal para que yo tome las decisiones que me procuren una vida saludable física, mental y emocionalmente.

Algunas de las acciones tienen que ver, por obviedad, con actividad física y una alimentación balanceada; pero también con el hecho de respetar ciertas rutinas en el día a día.

Una de mis reglas diarias tiene que ver con el cuidado de mis oídos, con especial esfuerzo desde hace un año.

No soy de las personas que toleran los volúmenes altos o el ruido excesivo, pero sí disfruto de vez en cuando perderme en la música a todo volumen.

Según yo, no escucho mal, pero no todo me lo asegura.

He de confesar que soy hipocondriaca (de forma controlada, si es que eso se puede decir), y cuando, hace algunos años atrás me realicé una audiometría, determiné que quedarme sorda antes de los 30 (sí, con todo y la exageración) no debía ser una opción.

Luego, empecé a ser consciente de que había personas adultas a mi alrededor con problemas de audición y no estaban más que entrando a su década 4. No me podía permitir eso. Y, por si fuera poco, según este video, "estoy pa'l perro".

-No sé si a ustedes o a otros jóvenes que van por la calle escuchando en sus perfectos audífonos música a todo volumen les preocupe eso; pero para mí, es de los asuntos que más me llena de angustia.

Además, decidí que tener una profesión relacionada con la radiodifusión y, recientemente, como músico, lo que me obligaba a tener todavía más atenciones con mis oídos.

Así, comencé a escuchar música a un volumen bajo, lo menos que me permitiera el lugar donde estaba, el ánimo y, claro, mis oídos. A recuperarme del estrés del día en mi habitación silenciosa. Y a tener los audífonos adecuados.

¡Oh!, los audífonos, por mucho tiempo fuimos enemigos. Más tardaba en escogerlos y pagarlos que en que les sucediera algo: se rompían, dejaban de funcionar, o terminaban lejos de mí. Sin embargo, con la determinación de proteger mi audición encontré (aunque sin saber exactamente cómo) la manera de que permanecieran.

Y es así como empecé a utilizar los audífonos más como tapones que como un complemento para el reproductor de música.

La verdad es que si me ven en la calle con grandes auriculares, pensarían que escucho algo; lo cierto es lo contrario. Al menos que quiera dejar de lado mis pensamientos, normalmente sólo uso los audífonos para aminorar un poco el impacto de los altos decibelios en la ciudad.

La rutina es sencilla: salgo de casa, conecto los auriculares al teléfono (para despistar y, sobre todo, lo digo con toda sinceridad, para no parecer más rara), los acomodo en mis orejas y ando.

Experimento una sensación distinta, los ruidos se transforman, mis oídos sufren menos y yo me convierto en algo más parecido a mí en soledad.

Sabía que eso estaba sucediendo, pero no tenía tan claro hasta hoy que lo escribo, porque tuve un arrebato en preguntarme cuántas personas más sólo traen los audífonos colgando para evitar que los molesten o con la misma finalidad que yo.

Entonces me di cuenta de que gracias a los auriculares he podido concentrarme más en mí, en mi lectura de metro (esos libros que no te abandonan en el transporte público), y menos en los otros y sus conversaciones.

También me atrapan las pláticas ajenas en algunas ocasiones, y el disfraz de los audífonos hace hablar a la gente alrededor tuyo como si no los escucharas: es una trampa que me parece maravillosa. Aunque cada vez he adquirido la habilidad de dejar de lado murmullos que no me pertenecen.

He aprendido a estar más atenta a mi entorno acústico, pues los ruidos se aislan para dar paso a los sonidos más reales, por llamarlos de algún modo.

Otra ventaja es reconocer mis propios ruidos, los espirituales y los de mi cuerpo.

Nunca hubiera imaginado las miles de posibilidades, satisfacciones y cambios que eso traería a mi vida. No es que sean muy evidentes, pero con un poco de pericia se nota el "cambio de estación".

Esto ya no es más un secreto, así que para ser honesta por completo, lo que más me gusta de llevar audífonos y no escuchar nada con ellos es tener la oportunidad, día a día, de charlar conmigo misma.